skip to main |
skip to sidebar
Víctor sabía que tenía poco tiempo. Salió de su casa, un edificio inmenso de 20 pisos y 400 apartamentos, e intentó parar un taxi. Entre las manos llevaba un pequeño maletín parecido al que usan los médicos aunque algo más pequeño.
Un coche azul celeste con una luz verde en el techo pasó a toda velocidad ante la mirada atónita de Víctor que no tuvo tiempo ni de levantar el brazo para que le viera.
Disgustado, tras esperar dos minutos, forzó el paso hacia la boca de metro situada como tres manzanas arriba. Al pasar junto a una pastelería no pudo evitar fijarse en una tarta de cumpleaños que había en el escaparate; Dos velas rojas indicaban un número bastante redondo. 50.
Víctor se apresuró más. Sabía que no iba a llegar. Todas las posibilidades de lograr salir de la ciudad a tiempo jugaban en su contra y solo podía esperar que lo que estaba a punto de suceder tardase más de lo previsto.
Cuando empezó a bajar por las escaleras del metro Víctor miró de soslayo el estado de la calle y se dirigió en marcha rápida hacia el andén.
Víctor se sentó en silencio en el vagón. Y como él, el resto de pasajeros se quedaban sentados o agarrados a una barra, ponían la mirada en blanco, leían, jugaban con la consola o escuchaban música.
Un bip le alertó y vio en su reloj que faltaban cinco minutos para las 12. Abrió el maletín y sacó unas extrañas gafas con montura y cristales de color metálico parecidas en parte a las típicas gafas de esquiador. Y se las colocó.
Una anciana que estaba sentada frente a él lo vio y se lo dijo a otra señora sentada junto a ella. Empezaron a chismorrear. Y otras personas se fijaron en Víctor. Pero él siguió sentado sin importarle e ignoró la repentina llamada de atención que había provocado.
Tras dos paradas casi todos los pasajeros del vagón se bajaron y llegaron otros que no dieron importancia a la extraña apariencia de Víctor con esas gafas. Aunque para ser algo corriente le faltaba el bastón y el perro guía.
Víctor sacó entonces una foto. Estaba tomada en un parque cercano y salían una mujer de unos 40 años y dos niños de unos 9 y 16 años.
El chaval de ya 17 años entraba ahora en la pastelería donde Víctor vio la tarta.
La mujer, con su hijo pequeño de la mano, salía de un instituto con algo de preocupación.
De pronto se apagó la luz en los vagones del metro, que avanzaba deprisa. Fueron dos segundos y regresó la luz pero Víctor empezó a observar inmóvil el comportamiento aterrado de los pasajeros que chillaban se ponían a gatear por el suelo o se acurrucaban bajo un asiento sin razón aparente.
En este momento se alegraba de no haber cogido un taxi y de que su familia estuviera ya lejos. O eso pensaba.
Los chillos de la gente le empezaban a resultar molestos cuando llegó a la última estación de la línea. El comportamiento de pánico en la gente era constante. Algunos se quedaban inmóviles sin saber reaccionar y otros vagaban de un lado a otro a oleadas corriendo como si les persiguiera el diablo.
Víctor se abrió paso entre la gente para salir a la superficie. Escuchó sirenas, ruidos de cristales rotos, chisporrotéos eléctricos y otros sonidos de una ciudad en crisis a los que trató de no prestar atención mientras avanzaba en dirección a una estación grande.
Pedro, el hijo mayor de Víctor, sujetaba una tarta envuelta de la pastelería. Era consciente de que lo que estaba viendo no era real aunque cuando una farola de siete metros de altura cayó junto a sus pies al chocar un coche contra ella decidió que no se lo tenía que tomar con tanta calma.
Atada a un pilón de hierro, en la acera, había una bicicleta con un cesto en la parte delantera donde Pedro dejó la tarta. Al agacharse a dar vueltas al candado de tres dígitos y poner la combinación "321" el pilón de hierro empezó a doblarse como si fuera de goma en dirección hacia sus manos.
Pedro saltó la acera pedaleando a toda velocidad abriéndose paso entre un atasco de coches cruzados y con las puertas abiertas. Grupos de gente corrían en la misma dirección huyendo de gran cantidad de objetos normalmente inanimados que los perseguían. Un buzón de correos. La marquesina de la parada de un autobús. Una gran estatua ecuestre de metal.
Al pasar cerca de un parque, una serie de bancos como aquel en el que aparecían sentados en la foto de Victor, se acercaron a Pedro como si sus patas fueran realmente las patas de un cuadrúpedo veloz. El joven pretó un poco más el paso mientras murmuraba cogiendo fuerzas para chillar más alto que nada de éso era real.
Mireya, la mujer de Pedro, abrazaba al pequeño Raúl mientras se agazapaban en un claro del patio de salida del instituto. Viendo salir a profesores y estudiantes en procesión esquivando columnas de ladrillo que se comportaban como cobras gigantes inclinando la cabeza hacia todo lo que se movía.
Víctor en ese momento no sabía que su familia no estaba a salvo. Pensaba que ya estaban muy lejos del peligro.
La última vez que habló con Mireya le dijo que estaba a salvo con Raúl y que ya había avisado para que Pedro saliera de la escuela antes de las once por un motivo familiar grave.
Lo que Mireya no sabía es que ese día un profesor había fallado y Pedro ya no estaba en la escuela. Cuando fueron a darle el aviso había aprovechado para volver a casa y hacer un recado que su madre le había encomendado por la mañana.
El hecho de que a su padre no le gustasen los teléfonos móviles le convertía en el único chico de su edad del instituto que no llevaba móvil.
Víctor entró por la puerta de una pequeña caseta de servicio anexa a la estación. El pequeño recinto estaba iluminado por la tenue luz de una bombilla que alumbraba varios armarios en la pared con aparatos de control e interruptores. Víctor retiró una plancha de madera del suelo y con una palanca levantó una tapa de alcantarillado que conducía a unas escaleras verticales. Y sujetando su maletín entre los dedos de su mano izquierda bajó los peldaños cuidadosamente con algo de miedo a resbalar ya que no llegaba a verse el fondo.
Ya estaba llegando al fondo de la escalera. Abrió y cerró dos compuertas que comunicaban con un recinto subterráneo que canalizaba cables y tuberías. Y apoyó su maletín en el suelo. Se quitó las gafas protectoras y se fijó en una luz roja que parpadeaba junto el acceso a la escalera.
En ese instante la tarta de cumpleaños que Pedro llevaba para Victor cayó al suelo. Una enorme tubería desprendida de la fachada de un edificio alto había hecho caer de la bicicleta al joven y un lunático enfebrecido por la situación se la robó. Pero en cuanto avanzó cinco metros con ella pareció cobrar vida y desplegarse mientras el asaltante saltaba y se alejaba corriendo del cacho de metal que movía su estructura como los tentáculos de un pulpo.
Raúl se soltó de los brazos de su madre y salió corriendo en dirección hacia la muchedumbre que se movía en oleadas esquivando verjas y fuentes que parecían moverse como brazos de escavadoras sin control. Mireya chilló que no se fuera. Pero Raúl no la escuchó y se dejó llevar por el pánico reinante ante el dantesco panorama.
Víctor se colocó las gafas de nuevo y subió rápidamente las escaleras. Rompió uno de los armarios y bajó un gran interruptor. Después salió de la caseta por la puerta anexa a la estación y se quitó las gafas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comentarios de humanos, bienvenidos.