Empezó a caminar sobre piedras y claros en la vegetación. Una piedra temblorosa le hizo perder el equilibrio y no pudo evitar caer de rodillas. La tierra fue tiñendo su cuerpo de color azabache mientras avanzaba torpemente con el único anhelo de calmar hambre y sed.
El sol, desde el cenit, ya filtraba sus rayos entre las copas de los árboles. La joven descendía monte abajo sin encontrar comida, refugio, ni otras señales de vida.
Los grandes árboles del bosque parecían ser su única compañía. Se acercó a uno y lo observó de cerca. Su corteza áspera cubría un tronco que nacía de raíces bajo el suelo. Ella se fue reclinando y apoyó su cabeza en el suelo mirando al tronco. Posó su mano alrededor de una raíz que sobresalía y empezó a escarbar alrededor.
Su mano se alzaba temblorosa hacia su boca con agua obtenida del pozo. Y bebió. Tras probar el agua llenó ambas manos para saciar su sed. Cuando acabó de beber chilló haciendo resonar su voz por una gran extensión del bosque. La forma en que su grito se disipó en la lejanía le sobrecogió haciéndole sentir más sola.
Se recostó junto a su pozo y cerró los ojos. Recordó la sensación relajante que le produjo el ruido de la tierra removida por sus manos.
Una mañana, en medio de un enorme agujero de tierra vacío, una gran excavadora preparaba los cimientos de un inmenso solar. Retiraba la tierra negra y seguía escarbando. Otra vez más. Y otra vez. De pronto se detuvo. Una estructura sobresalía bajo el agujero hecho por la excavadora.
Tres obreros se asomaron sorprendidos al ver un tejado hecho con ramas. Uno de ellos descendió a sacudir algo de la tierra que cubría la estructura, se quitó el casco y miró entre las ramas.
Unos huesos humanos reposaban en un lecho construido con viejas ramas muertas. Aquellas ramas pertenecieron a árboles que solo pudo observar aquella mujer.
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