Carlos lo tenía claro. Debía resolver el misterio que tenía ante sus ojos.
Y debía hacerlo antes de que el señor de frente prominente y una gran escopeta a su espalda llegase a donde él estaba.
Era evidente que el tío de la escopeta era el dueño de la furgoneta que ardía en medio del campo. Y Carlos se encontraba entre ellos y todo apuntaba a que el culpable era él.
Debía pensar deprisa. Si salía corriendo podría dar aún más impresión de que era culpable y ya era demasiado tarde. El cazador le había visto.
Podría explicar que él había ido por ahí para estirar las piernas tras una mañana de mucho estrés en el trabajo y que cuando llegó el vehículo ya estaba ardiendo. Pero teniendo en cuenta que no estaba en la ciudad sino en un lugar deshabitado desde hace tiempo nadie más podría ser responsable salvo el único urbanita intruso que se había colado en el tranquilo valle de un riachuelo pequeño y alejado del resto del mundo.
Carlos suponía que la furgoneta era de un cazador pues parecía haber pelaje de animales en la parte de atrás de la furgoneta en llamas. Al volver la mirada vió que el hombre descolgaba la escopeta de su espalda y la pretaba contra sí con su mano derecha mientras corría.
Carlos escudriñó con la mirada la furgoneta en busca de más pistas, algo que le ayudase a salir del paso. Algo que le exculpase. Algo tenía que haber provocado el fuego y estaba dispuesto a averiguarlo aunque su campo de especialidad era llevar la contabilidad de una pequeña empresa. No sabía nada de física, química, automóviles, seguridad contra incendios, ni tan siquiera primeros auxilios. Pero no podía dejar de mirar la furgoneta en busca de indicios sobre el incidente aún percibiendo a su espalda la llegada del dueño con una mirada de ira extrema capaz de matar con ella y, por descontado, con los cartuchos de su escopeta.
El humo negro fluía hacia lo alto de los árboles desde la furgoneta en llamas e iba calcinándose. El cazador llegó al claro del camino y se detuvo a escasos 10 metros de la furgoneta y 5 de Carlos. Carlos no miró al cazador. Estaba bloqueado mirando el suelo de la furgoneta a través del hueco humeante de la ventanilla derretida de atrás. La alfombra de pieles se convertía en una fina tela negra y empezó a rasgarse. El cazador extendió su escopeta, cerró los ojos.
Carlos vio algo que le hizo estremecerse. Dos disparos sonaron junto a la olvidada orilla del río. Unos pajaros negros salieron espantados de las copas de los árboles hacia lo alto del cielo.
La furgoneta llegó al amanecer al claro del bosque. El tubo de escape dejó de rugir cuando su conductor paró el motor. Recogió las llaves y salió sacando la escopeta de detrás de su asiento. El cazador miró al niño y le habló.
-¿Quieres quedarte a echar una siesta antes de que empecemos a preparar la barbacoa?
-Sí, papá. Aún estoy muy cansado.
-De acuerdo. Cierra el seguro y no salgas de la furgoneta.
El cazador estaba a punto de irse cuando dio media vuelta, volviendo a la furgoneta. Abrió con sus llaves la puerta de atrás y agarró un mechero Zippo que estaba junto a un bote de líquido inflamable. Volvió a cerrar y empezó a alejarse hacia los árboles.
El ruido de los disparos retumbaba alrededor. Carlos estaba encogido de hombros. Un bulto de carbón y chuletas de costillas fritas asomaba bajo la manta de pieles carbonizada. El cazador había disparado al cielo y mantenía sus brazos apuntando arriba y los ojos entrecerrados a punto de echarse a llorar.
-Daniel!- Chilló arrodillándose con la escopeta todavía apuntando al cielo.
Carlos se giró y vio al cazador arrodillado.
Algo no cuadraba en su cabeza. No estaba nada claro. No sabía exactamente que había pasado. Aunque empezaba a hacerse una idea.
-¿Está bien?- Preguntó Carlos.
El cazador levantó la mirada y sus ojos expresaron sorpresa y chilló de improviso.
- No, Daniel! No! Ya tenemos comida en la furgoneta.
Carlos sintió un fuerte golpe en la cabeza y sintió desvanecerse.
martes, 20 de diciembre de 2011
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