lunes, 5 de diciembre de 2011

Más allá del mundo

La humanidad estuvo a punto de lograrlo.

Se habían conseguido fusionar los poderes socioeconómicos en tres grandes regiones y había buena relación como para conseguir pronto un modelo común para todos. El hambre y las guerras terminaron. Pero lo que condujo a los seres humanos a las puertas de su propia extinción fue la avaricia o un desmedido afán de superación.

El cielo estaba gris y un hombre caminaba junto a su hijo por la carretera. Un tren los atropeyó de pronto cuando cruzaban de forma descuidada un paso a nivel sin barrera. La lluvia limpió los restos sin que nadie más se preocupase y entonces salió el sol.

La población había descendido a ocho millones de habitantes en todo el planeta. A nadie le preocupaban problemas que antaño parecían acuciantes; como la escasez de envoltorios de papel para bombones y golosinas. O el incremento de tallas de zapatos en graduaciones centesimales.

Al llegar a la estación, un hombre de negocios bajó del tren. Llevaba un maletín y tenía la mirada perdida. A su alrededor, el resto de pasajeros que bajaban de los vagones eran conducidos por militares hacia casetas aduaneras.

El hombre viajaba ofreciendo muestras de rotuladores para venderlos en distintas poblaciones. Ese día, había recorrido 80 kilómetros y pasado por cuatro aduanas.

Su mercancía se vendía muy bien. Aunque siglos antes nadie usaba lapiceros, bolígrafos, ni nada similar. No era necesario. Antes podía dibujarse con la mente sobre cualquier habitáculo de casas y automóviles con proyector holográfico de serie. O con el sensor neuronal portátil de los "smarthands" que tenían los habitantes adultos de todo el mundo.

El viajero al llegar al puesto de registro se fijó que el agente aduanero llevaba uno de los rotuladores que él vendía.

-Yo vendo esos rotuladores que usa. -Dijo el vendedor.
-No me importa. Su nombre, por favor.
-Domingo Veneziano.
-¿Qué alfabeto?
-Supravelano del este.
-Uff! Ni idea. -Se quejó el agente-. Tomé el rotulador y escríbalo usted.

Domingo sacó un rotulador del bolsillo de su chaqueta y escribió su nombre en una grafía parecida a lo que siglos atrás fue coreano.

El agente miró el formulario escrito y habló.

-¿Domingo Veneziano? -Miró al vendedor que asentía con la cabeza-. De acuerdo. Pase.

Tras la aduana del andén al aire libre se accedía a una pequeña estación a través de un arco que emitía una solución insecticida con la que Domingo quedó impregnado. Al abrir los ojos, un niño le ofrecía pañuelos de papel a cambio de tres borelios, la moneda de la ciudad-estado Borealia, de 827 habitantes, a la que acababa de llegar.

-Lo siento. No tengo todavía moneda local. -Dijo Domingo. Y, tras perder de vista al chaval, sacó un pañuelo de papel de su bolsillo y secó sus párpados y resto de la cara.

Al salir de la estación otra puerta con brumizador de insecticida roció a Domingo con una solución algo más sucia, mezclada con arena de la calle.

El mismo niño de antes estaba esperando fuera y ofrecía pañuelos a Domingo.

-Tres borelios. -Exclamó tajante el chico avispado.
-De acuerdo. Aquí tienes.

Domingo tenía simpatía por los que ejercían su profesión con tenacidad. Aunque su abuelo los culpaba del Segundo Gran Equívoco. Un desastre natural producido por la humanidad. Algo totalmente incongruente; provocado, sobre todo, por confusiones con estadísticas, malentendidos científicos y litigios por patentes iniciados con fines codiciosos.

A una velocidad inusitada se redujo la población mundial de 9000 millones a la mitad y en pocos años se mermó hasta los niveles actuales, mil veces inferior.

Domingo entró en un bar.

-¿Qué desea? -Preguntó el camarero.
-Una tapa Posealia, por favor. -dijo señalando un extraño plato con ingredientes luminescentes-. Y un Zumoringo. Gracias.
-Serán 18 borelios.

Domingo pagó y el camarero sirvió su tapa y una bebida de color oscuro.

El camarero soltó el vaso repentinamente en la barra y salió a atender a un señor que entraba en el local con unas ropas llamativas, de colores rojos y grises metalizados con forma similar a la que los astronautas del siglo XX usaban en el espacio.

Antes del desastre la población no tenía clases sociales bajas, ni altas. Nadie gobernaba las vidas de los demás. Y todo el mundo vivía colmado de atenciones y comodidad.

Pero nuevamente la crisis más gorda de la humanidad benefició a unos pocos y la baraja del juego cambió para empezar una partida diferente.

Domingo dió el último bocado a la parte más brillante de su aperitivo. Una luz azulada podía verse bajando por su garganta y se iba atenuando poco a poco. Y se fue del bar tras beber de un trago el resto de su vaso.

Mientras se iba, el señor con traje de astronauta diseñado al estilo Andy Warhol recibía el octavo plato de comida en su mesa por un esforzado camarero que no daba abasto para servir todo al mismo tiempo.

En la misma calle que el bar se concentraban los principales comercios de Borealia y Domingo vio enseguida una librería que vendía también artículos de papelería.

Estaba a punto de entrar cuando sonó una potente sirena que resonaba por las calles. Los viandantes empezaron a correr y meterse en las casas.

Se escucharon los motores a reacción de varios cazas de combate despegando a pocos metros del lugar formándose un gran estruendo y haciendo que el aire vibrase y formase rachas de polvo y arena que impactaban con farolas y fachadas.

Domingo vio que un avión maniobraba rápidamente y soltaba una bomba justo hacia la calle donde estaba él.

Su expresión de pánico no podía ser más desorbitada. No tenía escapatoria. No sabía hacia donde ir pero empezó a correr en el mismo sentido que la bomba.

La bomba al llegar a tres metros del suelo implosionó y, en ese momento, una mano tiró del vendedor adentro del bar donde había almorzado. Desde el cristal de la puerta, Domingo vio como la bomba se había convertido en pequeñas virutas que flotaban y una gran cantidad de líquido se esparcía por toda la calle.

Ese líquido era un tipo de insecticida algo más agresivo y menos sofisticado que el que hubiera sido necesario para combatir la extinción de la humanidad.

El Segundo Gran Equivoco Mundial produjo que miles de millones de insectos, hormigas y avispas que parecieron enloquecer atacaran a las personas de forma incontrolada, y dado que las tres agencias de patentes del mundo estaban sumidas en un eterno litigio por una fórmula insecticida; que había sido prohibida por intereses comerciales, no hubo producción suficiente para salvar las vidas de media humanidad.

Domingo vio como un enjambre de insectos gigantes, propios de una mala película de serie B ambientada en una selva prehistórica tropical, avanzaban por la calle y se iban escaldando al entrar en contacto con el líquido rociado.

Un grupo de insectos parecidos a una avispa del tamaño de una libelula alzaron el vuelo y se dirigieron al bar.

-Oh! No. -Gritó el camarero. Que aún agarraba del hombro a Domingo. Hasta que se avalanzó a pulsar un botón rojo junto a la entrada.

Empezó a formarse una cortina de insecticida que surgía del marco de la puerta. Cerrada; pero no hermética.

Las avispélulas asomaron por una rendija inferior y murieron al conctacto del insecticida.

El camarero empezó a retirar los platos del hombre ricachón que ni se había inmutado con las sirenas y el estruendo, pero empezó a cubrirse con un gorro especial que salía de su traje.

-Ayudarme, por favor! Esto les atrae! -Chilló desesperado el camarero.

Domingo volvió a ver su situación muy complicada. No dejaban de entrar insectos por debajo de la puerta y morían al contacto con el insecticida. Pero la presión del rociador empezaba a bajar.

Tras la crisis de siglos atrás, y con las prisas por recuperar un estado que se pareciera al de antes, aún se cometieron más errores y se pusieron las cosas peor. Se levantó la prohibición de la sofisticada fórmula insecticida pero el uso indiscriminado produjo una reacción en cadena en el ecosistema, haciendo perder cosechas y vida animal de todo el planeta. Muchos de los mejores científicos capacitados para hacer frente a un desequilibrio tan grande habían muerto. Y los supervivientes se guiaron por el miedo y desandaron todo el camino que había costado siglos recorrer hasta llevar al mundo a niveles pre-medievales.

La tecnología más sofisticada no se pudo reconstruir y prevaleció la ley del más fuerte mientras la humanidad trataba de recobrar su puesto en el podium de la especie animal más inteligente del planeta.

Lo que le pasó a Domingo aquel día nadie lo sabe con certeza. El camarero y el "astronauta" murieron.

La ciudad fue clausurada y, tiempo después, en las aduanas de la región empezó a haber escasez de rotuladores.

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